Cuando se fue a las montañas,
al frente de un grupo de mineros y campesinos, la poeta chilena Gabriela
Mistral lo llamó comandante del “Pequeño Ejército Loco”; siete años después, cuando
regresó victorioso, el escritor francés Henri Barbuse lo rebautizó “General de Hombres Libres”. La noticia de su gesta dio
la vuelta al mundo y su ejemplo fue recuperado por sectores políticos tan
diversos como las tropas chinas de Chiang-Kai-Shek, “los barbudos” de la Sierra Maestra cubana
y el movimiento revolucionario nicaragüense que, en su nombre, pondría fin a casi
cuatro décadas de dictadura.
Creyeron que te mataban con
una orden de ¡Fuego!
Creyeron que te enterraban
y lo que hacían
era enterrar una semilla.
Ernesto Cardenal
Augusto César
Sandino nació en 1895 en el pueblo de Niquinohomo, al oeste de Nicaragua. Era
hijo de un terrateniente y una recolectora de café que trabajaba en sus
plantaciones. A los dieciocho años dejó la casa paterna y emprendió un viaje hacia
el norte, durante el cual conoció la dureza del intervencionismo económico que
Estados Unidos ejercía en América a través de sus empresas. Entre 1915 y 1926
fue zafrero de la Honduras Sugar, peón bananero de la United Fruit en
Guatemala; petrolero de la South Pennsylvania Oil en México, y minero de la San
Albino Minning de regreso a su tierra natal.
El
histórico interés imperial por Nicaragua se debió menos a la abundancia de
recursos naturales que a su estratégica locación geográfica. Ubicada en la “cintura
centroamericana”, con un gran lago interno, se presentaba como el punto más ventajoso
para construir el soñado canal interoceánico, que permitiría controlar gran
parte del comercio continental. En consecuencia, una vez retirado el imperio
español, las invasiones norteamericanas no se hicieron esperar. Las hubo en
1856, en 1909 y en 1927.
Convencido de
que “Nicaragua será libre solamente a
balazos”, al frente de una “columna de desarrapados”, con veinte rifles viejos
comprados a traficantes hondureños, Sandino le declaró la guerra al ejército de
los Estados Unidos. Semanas después se produjo el segundo abastecimiento de
armamento, cuando los insurgentes pasaron toda una noche en el estuario de
Puerto Cabezas recogiendo los fusiles y las municiones que la U.S .Navy arrojó al mar tras el
desarme de las tropas nicaragüenses de Sacasa. Ese grupo de hombres, que enarbolaba
una bandera roja y negra con el lema “Patria y Libertad”, se convertiría pronto
en el Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua (EDSNN), que
llegaría a contar con 7000 efectivos, el apoyo de los pueblos indígenas locales
y una vasta red de asistencia internacional.
Las
particularidades distintivas del EDSNN fueron su extracción social y el perfil de
sus objetivos. En efecto, a diferencia de las tropas convencionales, no estuvo
dirigido por oficiales de antigua tradición, ni por ricos hacendados, sino por
un obrero rebelde que, desde el principio, fue muy conciente del carácter
popular de su ejército. Por eso, cuando los militares nicaragüenses cuestionaron
la legitimidad de su rango, Sandino respondió “Fueron mis hombres –obreros y campesinos- quienes me han hecho General”.
También merece
destacarse que este frente militar, que llegó a controlar gran parte del país, se
haya abstenido de incidir en la política nacional y haya renunciado
expresamente a cualquier forma de retribución material por sus servicios. Las dos
únicas condiciones que se impusieron para firmar la paz fueron: “el retiro inmediato de las fuerzas militares
de ocupación norteamericanas” y que la mitad del capital (y de los
beneficios) “de la construcción del Canal
de Nicaragua sean de la América Latina”.
La negativa a acercarse al Comunismo, que propició el alejamiento
del revolucionario salvadoreño Agustín Farabundo Martí, ha sido habitualmente
leída en clave de Nacionalismo. Si bien varios de sus escritos permitirían
conjeturar dicha orientación ideológica hay en su proyecto un componente
marcadamente americanista que no condice con los lineamientos de un Nacionalismo
en sentido estricto. De hecho, la exigencia en torno a la construcción del
canal interoceánico evidencia que Sandino no concebía a Nicaragua como un
Estado aislado sino como integrante de una región más amplia, que limitaba “con el Río Bravo al Norte y el Estrecho de
Magallanes al Sur”. Su lucha fue por una América libre y soberana, adscribiendo
de forma manifiesta a la serie “de
Bolívar, de San Martín y del cura
Hidalgo”.
Esa concepción americanista (que en el plano militar dio lugar a la
inclusión en sus filas de oficiales hondureños, guatemaltecos y salvadoreños), se
condensó en un minucioso proyecto de integración regional a nivel étnico,
político, económico, cultural y militar, que lleva por título “Plan de
realización del supremo sueño de Bolívar” (1929). El primer paso en la concreción
de dicho proyecto fue la propuesta de realizar, en Buenos Aires, una
conferencia “de los veintiún Estados de
Nuestra América Racial y el de los Estados Unidos de Norteamérica”, que
permitiera equilibrar las fuerzas en la balanza continental.
En plena vigencia de la “Diplomacia del Gran Garrote”[1],
el poderío bélico imperial se abocó a sofocar esta irreverente resistencia que
estorbaba los sueños interoceánicos del empresario Corneluis Vanderbilt. La
ostentación de fuerza estuvo a la orden del día: hubo nuevos desembarcos de
marines y la aviación militar bombardeó, por primera vez, suelo americano.
Pero la disimetría de fuerzas, en lugar de producir un efecto
desmoralizador, puso en evidencia la necesidad de implementar técnicas de
combate alternativas. Así el EDSNN devino en un enemigo fantasma, que estaba en
todos lados y en ninguno, y le proponía al invasor un novedoso sistema de
guerra de guerrillas. Numerosos aviones fueron derribados a tiros de fusil o por
bombas caseras y, uno tras otro, los batallones de marines fueron arrasados por
ataques nocturnos o balaceras desde el corazón de la selva. Sólo en los últimos
tiempos, cuando dispusieron de suficientes efectivos y armamento moderno
(fabricado en Estados Unidos), las columnas de Sandino accedieron a
enfrentamientos abiertos, al estilo convencional.
Como suele suceder, la guerra de
Nicaragua se libró también en el plano de la palabra. La prensa norteamericana
y los conservadores nicaragüenses lo llamaban bandolero y subversivo. “Y Moncada le llamaba bandido en los
banquetes / y Sandino en las montañas no tenía sal / y sus hombres tiritando de
frío en las montañas, / y la casa de su suegro la tenía hipotecada / para
libertar a Nicaragua, mientras en la Casa Presidencial
/ Moncada tenía hipotecada a Nicaragua”. Pero Sandino, adelantándose a la
pluma redentora de Cardenal, opuso manifiestos, crónicas y cartas abiertas en
los que daba su propia versión de la historia. Por cierto, en sus escritos no
se privó de desafiar al enemigo: “Venid
gleba de morfinómanos, venid a asesinarnos a nuestra propia tierra, que yo os
espero a pie firme al frente de mis patriotas soldados, sin importarme el
número de vosotros”, ni ahorró epítetos en su caracterización: “¿Quién eres tú, miserable lacayo de Wall
Street, que con tanto descaro amenazas a los hijos de mi Patria? (...) No,
degenerado pirata; tú no puedes decir ni quién es tu padre, ni cuál tu legítimo
idioma”.
Finalmente, el 2 de noviembre de
1933, cuando la campaña militar rayaba la catástrofe y Mr. Vanderbilt ya había
desistido de invertir en el país, Washington retiró hasta el último soldado de
Nicaragua. Pero para que la injuria de tamaña derrota no quedara impune, dejó
en su lugar a la Guardia Nacional, un cuerpo de policía militar local, al mando
de dirigentes “leales al espíritu de la democracia”. Sandino, no obstante,
cumplió la palabra empeñada: retirado el invasor no involucró a su ejército en
la política interna. Los primeros días de 1934, licenció al victorioso Ejército
Defensor de la Soberanía y, al frente de sus hombres, bajó de Las Segovias para
entrar en la Historia.
El
21 de febrero, un grupo de oficiales del EDSNN que se había reunido con el
presidente Sacasa, fue detenido por un piquete de la Guardia Nacional ,
minutos después de abandonar la
Casa de Gobierno. Sandino y sus dos hermanos fueron
trasladados a un descampado y fusilados, sin juicio previo, esa misma noche. El
Jefe de la Guardia
Nacional , Anastasio Somoza García, le mostraba al Poder Ejecutivo
quién tenía el poder real en Nicaragua. Tiempo después se apropiaba del gobierno
y los hombres “leales al espíritu de la democracia” instauraban una dictadura
que se sostuvo durante más de treinta años, con el reconocimiento oficial y el
apoyo extraoficial de los sucesivos gobiernos de Estados Unidos.
[1] Política internacional basada en las invasiones e intervenciones
militares, impuesta por T. Roosevelt. Se basa en un proverbio africano que
dice: “Gobierna con una sonrisa, pero ten siempre un gran garrote en la mano”.
Una de las pocas fotos de Augusto César Sandino |
Tacho y Tachito
Suele decirse que en América “la dictadura se hereda, como la
sífilis”. El Somocismo fue un claro ejemplo de las “dinastías dictatoriales”
que debió soportar el continente. La familia Somoza, controló con mano de
hierro el poder político y económico de Nicaragua (con breves interinatos de
testaferros) desde 1937 hasta 1979. Su gestión se caracterizó por el terror de
Estado, la clausura política, la censura de prensa y el entreguismo económico a
Estados Unidos.
Anastasio “Tacho” Somoza ejerció
la presidencia desde 1937 hasta 1956, cuando fue asesinado a balazos por el
poeta Rigoberto López Pérez, para vengar la muerte de Sandino. Su mandato fue
tan sangriento que llegó a ser cuestionado por el propio gobierno
norteamericano; en su defensa, el presidente Franklin. D. Roossevelt alegó:
“Somoza es un hijo de puta, pero de los nuestros”. Tras su muerte, la
presidencia fue heredada por su hijo mayor, Luis Somoza (1956-1963), y luego
por su hijo menor Anastasio “Tachito” Somoza (1967-1979). Ambos continuaron los
lineamientos políticos de su padre.
La extensa “noche somocista” llegó a su fin el 17 de julio de 1979 cuando
Tachito, huyendo de la Revolución del Frente Sandinista de Liberación Nacional,
se exilió en el Paraguay de Stroessner. Un año después fue asesinado en
Asunción por un comando del Ejército Revolucionario del Pueblo, dirigido por el
guerrillero argentino Enrique Gorriarán Merlo.