“Tal vez
–piensan sus hijos- ese pasado turbulento,
sangriento, ese constante guerrear
en nombre
de sus ideales, confusamente llamados Patria,
Pueblo, Independencia,
y tantas veces traicionados,
había sido su vida y también su condena”.
Juan Carlos
Martelli
Seis hombres encapuchados cruzaron de
madrugada las galerías desiertas. Se movían entre las sombras en riguroso
silencio, pero su actitud era serena y decidida. Afuera el clamor de la fiesta
había cesado y sólo se escuchaba la canción obscena de un grupo de borrachos
que aún seguían despiertos. Avanzaron en dirección al Sagrado a través del
oscuro laberinto de corredores, patios y galerías; y finalmente giraron a la
derecha por un corredor abovedado. Cerca de la arcada tenuemente iluminada que
se abría al otro extremo, tres de ellos se descubrieron la cabeza y sacaron los
mazos de madera que llevaban entre los pliegues de las túnicas.
Cinco
de los encapuchados entraron a la
Cámara , pero el más alto aguardó en el corredor. Tres de
ellos cayeron sobre los soldados dormidos y los golpearon enérgicamente con sus
mazos; los otros desenfundaron sus espadas y redujeron a los hijos de Leví, que
no opusieron resistencia. Cuando los prisioneros estuvieron amarrados de a dos
a las antiguas columnas de Hiram - Abi, entró el hombre que había esperado
afuera. Se detuvo en el centro de la estancia, sin quitarse la capucha, de
frente al trono sagrado. No miró a los prisioneros ni pareció escuchar al
legionario que preguntó con tono despectivo:
- ¿Quiénes son ustedes, que pagarán esta
jornada con la vida?
El hombre de más edad le acercó la
espada al cuello y respondió:
-
Yo soy la muerte por hierro; él es la verdad y la vida.
-
¿Y cuál es tu verdad? -volvió a inquirir levantando la voz.
- Que un tiempo
nuevo ha empezado y las cabezas de los poderosos ya ruedan por tierra.
- ¡Yo voy a decirte mi verdad! -gritó
enfurecido- Que son un pueblo sin paz, una raza maldita, sin esperanzas. Y la
ira de César va a llegar a esta provincia olvidada entre las piedras del
desierto como...
La sangre brotó
con ímpetu del tajo en la garganta y la cabeza quedó colgando hacia delante en
una mueca feroz. El recién llegado permanecía absorto ante el trono esculpido
en el bloque de granito. Los dos últimos años había recorrido el país con sus
hombres, de pueblo en pueblo, incitando a la expulsión de los invasores y
proponiendo la instauración de un reino unificado con representantes de todas
las provincias. Supo ganarse el apoyo de los desposeídos y los trabajadores,
las clases más numerosas de una sociedad corrupta. Pagando lealtad con lealtad
y sangre con sangre había llegado a la capital a desafiar la autoridad de
propios y ajenos. Mientras se imponía en abstractos debates públicos de la
ciudad como docto conocedor de la ley, empezaban a llegar noticias de hechos de
armas entre Nacionalistas y fuerzas romanas en diversos puntos del país. Había
llegado el momento en que todos debían tomar partido. Por eso estaba en la Cámara del Hogar: para que
le crean y lo sigan. Se quitó el calzado, dejó caer la capucha sobre la espalda
y se dirigió lentamente hacia el estrado.
- El fuego
divino... -comenzó a decir un levita, pero una espada teñida acercó sangre
infiel a su garganta y comprendió que era mejor guardar silencio y esperar que
el cielo mismo repare sus afrentas.
El rostro tenso
y anguloso se iluminó un instante cuando el hombre pasó entre los fuegos
perpetuos. Subió despacio los escalones de mármol blanco y, cuando estuvo
frente al trono, giró sobre sí mismo, permaneció unos segundos de pie con la
vista firme y tomó asiento. Sus seguidores apoyaron una rodilla en el suelo, en
señal de temor y respeto. De no haber estado atados a una columna los levitas,
desconcertados ante la frágil frontera que separa el sacrilegio del milagro,
hubieran hecho lo propio. El otro legionario, viendo frustradas sus secretas
esperanzas en esa superstición de bárbaros, gritó roncamente:
- Al arma,
atacan... –pero un mazo de encina lo golpeó violentamente en la cabeza y todo
volvió a estar en silencio.
El hombre alto
se levantó de su sitio y abandonó la
Cámara , seguido por cuatro de los suyos, sin decir una
palabra. El que había matado al legionario, después que sus compañeros hubieron
salido, se acercó a un levita y le apoyó la punta de la espada en el pecho. Era
un hombre peligroso y el centinela lo sabía. Lo llamaban Ojos de Piedra y se
decía que manejaba el brazo armado del partido.
- ¿Quieres
vivir?
-
Sí señor.
- Cuando nos hayamos ido –dijo bajando la
espada– ve afuera y cuenta lo que viste.
Los
encapuchados cruzaban el oscuro patio de los gentiles cuando un gallo anunció
los primeros albores del viernes. Treparon dos calles y entraron en la casa
donde los esperaban los demás. Minutos después el viento les llevó los gritos
que se propagaban por los alrededores del Templo:
-
¡Jesús el Galileo se ha sentado en el trono de David!
La suerte estaba echada.